viernes, abril 21, 2006

El folklore andaluz sin tópicos



Conferencia leída en el Seminario Los tópicos sobre Andalucía hoy (53 Cursos de Verano de la Universidad de Cádiz, julio de 2002).

Una versión ampliada y anotada del mismo texto se ha publicado en: Estudios de teoría literaria como experiencia vital. Homenaje al Profesor José Antonio Hernández Guerrero (ed. de Isabel Morales y Fátima Coca), Universidad de Cádiz, 2008, págs. 387-397.



Creo ser consciente de que en un seminario de tema tan controvertido como es el de los tópicos sobre Andalucía, abordar la cuestión del folklore es, en buena medida, ahondar en la controversia. Sin embargo, esta parece ser una oportunidad inmejorable para revisar una noción sobre la que ya pesan demasiados prejuicios y en la que, a la vez, se fundamentan muchos de los tópicos identificados con lo andaluz.

Mi propuesta es, pues, reflexionar primero sobre el significado del término y del concepto de folklore, y delimitar en lo posible qué podemos y qué debemos entender como tal, todo ello desde una revisión histórica del uso que se ha hecho de la determinación de folklórico. En un segundo momento, sería bueno analizar qué es Andalucía (si es que algo es) desde el punto de vista folklórico, y en concreto desde una parcela tan importante de su folklore como es la tradición oral literaria.

Los estudios de folclore comienzan en España en el último cuarto del siglo XIX, y comienzan en Andalucía, y teniendo precisamente como objeto el folklore andaluz. Desde esa fecha y hasta los años previos a la Guerra Civil se suceden las investigaciones y reflexiones de un nutrido grupo de intelectuales que tienen en común rechazar la identificación del folclore con el tipismo, pero que curiosamente van sedimentando la idea contraria. De tal manera, la imagen que a un nivel popular podemos obtener de un Antonio Machado y Álvarez, o del mismo García Lorca, tiene más que ver con la Andalucía típica exportada como souvenir que con las propias declaraciones que sobre tal asunto ellos y algunos más vertieron. Valga como muestra, y antes de proseguir, la opinión de Lorca sobre su Romancero gitano, un libro que (no hace falta decirlo) ha contribuido históricamente a la conformación de ciertos tópicos sobre el Sur:

“El libro es un retablo de Andalucía con gitanos, caballos, arcángeles, planetas, con su brisa judía, con su brisa romana, con ríos, con crímenes, con la nota vulgar del contrabandista, y la nota celeste de los niños desnudos de Córdoba que burlan a San Rafael. Un libro donde apenas si está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando lo que no se ve (...). Un libro anti-pintoresco, antiflamenco. Donde no hay –atentos los despistados- ni una chaquetilla corta ni un traje de torero, ni un sombrero plano ni una pandereta, donde las figuras sirven a fondos milenarios y donde no hay más que un solo personaje grande y oscuro como un cielo de estío, un solo personaje que es la Pena que se filtra en el tuétano de los huesos y en la savia de los árboles, y que no tiene nada que ver con la melancolía ni con la nostalgia ni con ninguna aflicción o dolencia del ánimo, que es un sentimiento más celeste que terrestre; pena andaluza que es una lucha de la inteligencia amorosa con el misterio que la rodea y no puede comprender”.

Pero vayamos por partes. Como decía, las últimas décadas del siglo XIX enmarcan la aparición del término folclore que, importado de Inglaterra, viene a significar algo así como el saber tradicional de las clases populares de las naciones civilizadas. El interés que desde ese momento se despierta en España por los estudios folclóricos no es azaroso, ni mucho menos espontáneo. Tengamos en cuenta que a lo largo de todo el siglo XIX un significativo grupo de escritores e intelectuales, imbuidos del espíritu romántico y de la reivindicación que éste hace de las producciones literarias populares, se habían acercado más o menos ocasionalmente al fenómeno. Baste recordar, en este sentido, a Fernán Caballero, entusiasta recopiladora de cuentos, poesías, oraciones, adivinanzas y refranes populares; o a Serafín Estébanez Calderón, quien en sus Escenas andaluzas dejó constancia de ciertos ritos y textos de tan añeja raigambre que durante mucho tiempo fueron interpretados por muchos como fruto de la invención romántica del escritor, y no como testimonio de su experiencia. El redescubrimiento del romancero tradicional, por ejemplo, se enmarca también en esta época, y de nuevo en Andalucía. Hacia 1825 el bibliófilo Bartolomé José Gallardo, preso en la Cárcel de Señores de Sevilla por el rigor del absolutismo fernandino, oye de boca de sus compañeros de celda (dos gitanos de Marchena) los primeros romances de la tradición oral moderna: Gerineldo y La Condesita, a los que Gallardo reconoce como milagrosas supervivencias del esplendor del género en el Siglo de Oro, comprobando así que los prejuicios hacia lo popular de la ilustración dieciochesca no habían logrado detener la transmisión oral.

El terreno, pues, estaba bien abonado. Además, cuando en 1881, siguiendo el modelo británico de la Folk-Society, se constituye aquí la sociedad de El Folklore Andaluz, sus miembros, con Antonio Machado y Álvarez (Demófilo) a la cabeza, desarrollan su actividad en el relevante marco ideológico del krausismo. Tengamos en cuenta la importancia que los krausistas dan al estudio de la literatura popular para el análisis del pensamiento histórico, la formación universitaria de estos nuevos folkloristas, curtidos en las innovadoras corrientes antropológicas de la universidad sevillana de finales del siglo XIX y, también, el espíritu krausista que alimentó la Institución Libre de Enseñanza, tan decisiva en la pedagogía y en la cultura española en las primeras décadas del siglo XX. Podremos entender, desde estos presupuestos, hasta qué punto el folclore fue en esos tiempos una disciplina científica, distanciándose en ese sentido de las ocasionales aproximaciones de los románticos al fenómeno de lo popular, y desde luego, a mucha mayor distancia de lo que lo folclórico fue para la mayoría en la segunda mitad del siglo XX, cuando el empobrecimiento cultural que trajo la Dictadura relegó al olvido todos aquellos logros.

Tendríamos, pues, que ir pensando seriamente en recuperar de una vez para el término y para la noción de folclore su significado primordial. Como establecieron los folcloristas, el folclore no es el estudio de sociedades primitivas, ni debe guiar a esta disciplina un interés arqueológico. Desde el folklore, se contempla a las sociedades no como entidades fósiles, sino como organismos dinámicos en continua recreación. Folclore, por tanto, es tradición, es decir, herencia y renovación, memoria e invención a la vez. Está claro, por otra parte, que folclore no es tipismo, y que lo típico deviene de una manipulación interesada de las manifestaciones folclóricas.

Probablemente, nuestra distorsionada noción de folclore se originara en los años de la Dictadura, cuando el estudio de las manifestaciones populares quedó en manos de la Sección Femenina de Falange Española. El que este organismo se dedicara casi en exclusiva a la música, la danza y la indumentaria popular, y el hecho de que sus publicaciones fueran escasísimas pueden haber provocado que, a estas alturas, aún no se haya hecho una valoración rigurosa de su labor. Siquiera de forma urgente, me gustaría hacerla ahora. El escozor que aún puede provocarnos el secuestro de la cultura llevado a cabo por el Régimen no debería hacernos minusvalorar la labor de rescate de tradiciones populares llevada a cabo por la Sección Femenina; pero del mismo modo, los deseos de conciliación y olvido tampoco deberían ocultar el hecho de que, al acabar la Dictadura, en España se tenía una noción sumamente empobrecida y manipulada del folclore, una palabra que en los años de la transición no goza del más mínimo prestigio y que, todavía hoy, necesita del esfuerzo de todos para su dignificación. No son pocos los que siguen asociando el término al mundo de las tonadilleras, por ejemplo, y esto ocurre en un momento complejo, en el que la institucionalización del folclore, a fuerza de protegerlo, vuelve a veces a poner en peligro su inexcusable condición de manifestación espontánea. Pero este último es un asunto sobre el que quisiera reflexionar al final de esta intervención.

Dejada bien atrás, por tanto, la etapa de coros y danzas, hoy podemos plantear con un mínimo de rigor la pregunta de si existe un folclore andaluz. Y podemos hacerlo a partir de los numerosísimos y fiables datos que atañen a la tradición poético-musical del Sur, estudiada a estas alturas desde foros bien ajenos a los prejuicios ideológicos de otras épocas.

De existir como tal, la tradición literaria oral andaluza tendría que ofrecer un carácter homogéneo acotado en el espacio geográfico meridional. Es decir, la aplicación de la geografía folklórica, entendida como el establecimiento de diferencias según las peculiaridades del texto en cada zona, nos daría a entender que Andalucía no es sólo una invención político-administrativa, sino una entidad culturalmente diferenciada.

Pocas veces, sin embargo, coinciden las fronteras folclóricas con las divisiones político-administrativas impuestas por la burocracia, y menos aún casan las imágenes típicas que de una comunidad folklórica se difunden con su propio folklore. Andalucía es paradigma de estos desencuentros. De su cultura tradicional es difícil obtener un perfil unitario, desde el momento en que constituye una zona fuertemente comarcalizada por muy diferentes estructuras folklóricas. Y no me refiero sólo a que en Andalucía haya dos mundos (el occidental y el oriental) netamente diferenciados, sino (y sobre todo) a que la observación de la tradición oral del Sur deja comprobar la existencia no de uno ni dos, sino de muchos folclores. Sistemas folclóricos que trazan, por ejemplo, zonas homogéneas compartidas por Huelva y Extremadura, que delatan un sincretismo tan extremo como el que puede darse entre La Alpujarra, Cuba y Centroeuropa, o que hacen inteligible la canción popular del Campo de Gibraltar en cuanto que pariente de la tradición leonesa.

Ante la observación de este comportamiento, lo andaluz , por inexistente, se hace trizas. Podemos verlo con ejemplos. El ejemplo de la lírica de tradición oral, y en concreto la vertiente de la poesía improvisada, parece ser un buen terreno para analizar lo que digo.

Una revisión de la improvisación poética en Andalucía tendría que partir precisamente de un tópico: el del carácter espontáneo y creativo del pueblo andaluz. De cumplirse, el Sur peninsular debería estar a la cabeza de una manifestación folklórica plenamente vigente hoy en el Caribe, en el País Vasco o en las Islas Canarias, por citar sólo algunas zonas pujantes. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La improvisación lírica oral se encuentra, hoy por hoy, casi desterrada del folklore andaluz en general, en donde subsistió con cierta fuerza por lo menos hasta los años cincuenta, hasta quedar restringida a unas pocas y excepcionales zonas que, en buena medida, ejemplifican también la negación de otros tópicos identificados con lo andaluz.

De los enclaves andaluces en los que aún pueden rastrearse huellas de la improvisación poética, me detendré sobre dos comarcas distantes y con ciertos elementos en común: La Alpujarra, entre Granada y Almería, y el Campo de Gibraltar, en el extremo más meridional de Cádiz. Comparten el hecho de que, en el fenómeno de la improvisación poética, se alternan quintillas y cuartetas con décimas, siendo las primeras cantadas sobre el ritmo básico del fandango, y las segundas recitadas, lo que prueba su tardía incorporación al folklore de estas zonas. Comparten también la hipótesis de que en ambas comarcas la poesía improvisada naciera al amparo de un entorno laboral específico, al que pronto abandonaría para convertirse en expresión lúdica y festera. En La Alpujarra parece que fueron las explotaciones mineras de principios del siglo XIX las que sirvieron de crisol a la improvisación poética, mientras que en el Campo de Gibraltar esta función estuvo a cargo de las almadrabas que, por lo menos desde el siglo XVII, propiciarían el mejor entorno para la conformación del fandango tarifeño o chacarrá.

Como muchos de ustedes sabrán, la manifestación folklórica por excelencia de la comarca alpujarreña es el trovo, es decir, la improvisación en verso a cargo de poetas locales que, en el marco de la fiesta o del trabajo, mantienen controversias poéticas o, simplemente, utilizan la cuarteta o la quintilla para el desahogo satírico o el requiebro amoroso. El modo de ser del trovo alpujarreño revela cierto aislamiento, como fenómeno folklórico, del resto de Andalucía y, paradójicamente, explica también la especial permeabilidad de esta comarca a tradiciones importadas desde lugares muy lejanos. Hay que advertir, en este sentido, que la cultura musical de La Alpujarra conserva múltiples referencias, no sólo de las culturas que han tenido presencia directa en la zona, sino también de las culturas dominantes en los colectivos receptores de las constantes oleadas migratorias de los alpujarreños. De esta forma, pueden localizarse en su folklore reminiscencias de la cultura árabe, mezcladas con canciones renacentistas cristianas (Bailes de Ánimas, Rosario de la Aurora, Doblones); influencias cubanas y sudamericanas en general (Habaneras y Rumbas), por emigraciones desde el siglo XVI hasta el XX, y una curiosa presencia musical de mazurcas, polkas y valses, debida a las emigraciones del siglo XIX a países centroeuropeos. A todo esto hay que sumar, además, los cantes de origen gitano-andaluz, y un buen número de cantes de trabajo como los Cantos de Muleros, las Arrieras o los Fandangos.

El trovo está especialmente extendido en la zona de la Contraviesa, la más incomunicada de toda la comarca, y también la de población más diseminada. Aquí se entiende por trovo toda fiesta animada generalmente por la música de una guitarra, una bandurria, un laúd y dos violines, en la que se trova la cotidianidad de la vida. El violín (elaborado con los materiales más insólitos, como una lata, pelos de la cola de un caballo o un trozo de madera con guitas) ya denota la peculiaridad de la zona, vinculada en este sentido con manifestaciones musicales folklóricas del Mediterráneo, como Grecia o Italia.

Algunos de los bailes ejecutados en el trovo emparentan la danza alpujarreña con el folklore del norte de la península, en concreto con la jota septentrional, y tienen en la fiesta del fandango tarifeño curiosas correspondencias.

El conocido chacarrá de la Campiña de Tarifa parece deber buena parte de su naturaleza peculiar a las condiciones históricas y geográficas de esta comarca gaditana. El Campo de Gibraltar ha sido, por una parte, una zona aislada geográficamente de las regiones limítrofes, y tal aislamiento ha hecho que su folklore se desenvuelva en términos propios, muy desconectado, por ejemplo, de los avatares folklóricos de la Bahía Atlántica o de la Campiña Jerezana. Por otra parte, hasta el Campo de Gibraltar han llegado, desde el siglo XVII, oleadas migratorias procedentes de Huelva, del Valle del Guadalquivir y de todo el Norte de la Península, atraídas generalmente por el laboreo de las almadrabas y, en todo caso, responsables de la diferencialidad folklórica que, hoy por hoy, ofrece la comarca.

La música y el baile del chacarrá pudo conformarse a lo largo de los siglos XVII y XVIII, alentado por el ritmo básico del fandango, llegado a las costas campogibraltareñas de la mano de los temporeros. Se forjó, pues, en el contexto marinero de las almadrabas y, de allí, pasó pronto a convertirse en una práctica asociada al mundo agrícola de la Campiña.

En el marco del chacarrá se ha conservado hasta hace poco el rito de la improvisación poética. Tengamos en cuenta que se trata de un cante de ronda, en el que los intérpretes se van turnando mientras que permanecen en corro alrededor de los danzantes. Los grandes momentos del cantaor se dan con la noche muy avanzada, cuando se alcanza el clímax de la fiesta y la especial maestría de un intérprete toca el amor propio de los demás. Entonces se suceden las coplas improvisadas, alusivas al mismo acto de la fiesta, a la exaltación de la tierra, a los danzantes, o provocadoras de una controversia que pone a prueba el ingenio de los participantes.

El trovo de La Alpujarra y el chacarrá campogibraltareño manifiestan, en definitiva, características comunes a la poesía improvisada de todo el mundo hispánico: son (o mejor, han sido) instrumento de socialización de comunidades aisladas geográficamente, desvinculadas de sistemas folklóricos más o menos próximos, y son también canal primordial para que las clases populares ejerzan, mediante el verso, la crítica que el uso del lenguaje coloquial convierte en tabú.

Todavía en el terreno de la lírica oral, podrían traerse a colación algunos otros ejemplos que ratificaran esta diversidad del folklore andaluz y, sobre todo, esa negación del tópico que, a poco que ahondemos, encontramos en él. No me resisto a reflexionar siquiera brevemente sobre el folklore navideño.

La Andalucía típica tiene a gala ser la Tierra de María Santísima, un espacio donde la devoción y la religiosidad popular ha alcanzado cotas ejemplares. Tal condición puede hacerse evidente en la observación de sus tradiciones navideñas, las cuales canalizan un repertorio devoto riquísimo. Pero a nadie se le oculta que, en los mismos ritos, se despliega otro repertorio estrictamente profano, tanto o más frondoso que el anterior.

El corpus poético oral de la navidad de la provincia de Cádiz se ofrece como un ejemplo de lo más oportuno. Encontramos aquí que, junto a coplas, canciones y romances centrados en los avatares de la vida de Jesucristo, en la figura de la Virgen o la simple expresión de la fe, se canta un nutrido grupo de coplas satíricas, burlescas, picantes, alusivas a veces a la cotidianidad menos espiritual de sus transmisores y, en muchos casos, explícitamente irreverentes ante cuestiones religiosas. De este repertorio merece la pena destacar los numerosos romances erótico-burlescos, privativos de las fiestas navideñas, dedicados esencialmente a la caricatura y la ridiculización de tipos folklóricos tan populares como el militar rijoso, el cura lascivo, el cornudo o la monja ávida de relaciones sexuales. Todos ellos pertenecen al acervo folclórico hispánico. Su presencia en la cultura navideña del sur no hace sino hablar, por tanto, de la no diferencialidad de lo andaluz con respecto a comarcas o países con los que compartimos idioma y algo más.

Habría, por otra parte, que tener en cuenta que dicho repertorio pertenece casi de manera exclusiva a una comunidad transmisora femenina. Son las mujeres las que secularmente se han encargado de su uso y difusión, lo cual obliga a matizar ciertos tópicos sobre la preeminencia de la masculinidad, del punto de vista del varón, en el folklore meridional. El propio Caro Baroja, en un intento de marcar distancias entre la cultura popular del norte y la del sur, decía, por ejemplo: “el prestigio general de la gente del sur, en lo que se refiere a cuestiones eróticas, parte de un punto estrictamente masculino: el hombre es el que crea una poesía, una música, un arte en general, en honor a la mujer que, a pesar de estos factores de idealización, tiene algo de objeto, de esclava o concubina de gineceo”.

El mismo contexto navideño de la provincia de Cádiz nos brinda otro ejemplo curioso con el que poner objeciones al tópico. En los últimos años, he tenido la suerte de recoger en Arcos y en Jerez algunas canciones tradicionales que hablan de una parcela de la navidad ya extinta aquí, pero del todo incardinada en el folklore de algunos países latinoamericanos. Me refiero a los llamados villancicos de negros. Se trata de textos compuestos entre los siglos XVI y XVII por poetas al servicio de las parroquias rurales. Buscando éstas la prohibición sutil de los ritos africanos que los esclavos de la época ejecutaban en el exterior de las iglesias, encargan la composición de tales canciones, en las que a los negros se les hace protagonistas de diversas escenas devotas, relacionadas en general con el nacimiento de Jesús. La presencia de versiones folklorizadas en la tradición oral de aquí habla de una africanía de nuestra cultura popular que habría que tener muy en cuenta a la hora de emitir juicios sobre la misma, al tiempo que (como decía), nos ubica como comarca folklórica en los parámetros más amplios de la cultura latinoamericana.

Pero si hay una parcela del folklore meridional en la que se haga muy dudosa la existencia de una cultura popular típicamente andaluza, ésa es la de la canción infantil.

El texto tradicional muestra su capacidad de variabilidad en su adaptación a los distintos contextos humanos en los que se recrean, los cuales se perfilan como comunidades diferenciadas por las diversas coordenadas temporales y geográficas en las que se ubican. Tal regla, sin embargo, no se cumple en el folklore infantil, dándose la circunstancia de que el colectivo transmisor de los niños tiene, desde hace siglos, sus propias normas de recreación, comunes, por lo demás, a toda la comunidad hispánica, y me refiero con ello a todas y cada una de las comarcas folklóricas del mundo en las que se habla castellano, portugués, catalán o gallego. Por excepcional que parezca, la canción tradicional infantil en Andalucía tiene mucho más que ver con la canción tradicional de los niños de México, Argentina o Marruecos, que con la oralidad literaria empleada por los propios adultos andaluces.

¿Qué textos, pues, son los que componen el repertorio tradicional infantil andaluz?

Encontramos, en primer lugar, cientos de retahílas cohesionadas por su función lúdica y características del decir poético de los niños. Las retahílas infantiles son textos-juguete, es decir, poesía en la que la palabra misma es juego y se pone al servicio de libres asociaciones fónicas. Esto no quiere decir en absoluto que las rimas infantiles se rijan por la arbitrariedad y no muestren una coherencia textual clara. Tomemos como ejemplo el tema de Pipirigaña, seguramente conocido por casi todos ustedes si hurgan en su memoria de la niñez (Pipirigaña /mata la araña / con un cuchillito / bien peladito / ¿quién lo peló? / La pícara vieja que está en el rincón...). El tema está documentado en el folklore infantil de toda la Península, así como en el de muchos países latinoamericanos y, además, en casi todas las comunidades sefardíes del Mediterráneo oriental y occidental. Se ha mantenido prácticamente inalterable desde hace siglos, por lo menos desde el XVI, momento en el que se ha podido constatar indirectamente la existencia del texto, usado por aquel entonces como chanza carnavalesca, y alusivo al entierro burlesco de la sardina el miércoles de ceniza (sardina o Pez Pecigaña, transformado luego en Pípirigaña), y a su oponente, la figura luctuosa de Doña Cuaresma, perpetuada en la retahíla infantil como la pícara vieja que come en el rincón.

Esta condición casi apátrida de la retahíla infantil se cumple en la mayoría de los textos, que, como digo, son ante todo testimonio de una manera de ser de la infancia, independientemente del lugar concreto en el que se ubique.

En segundo lugar, el repertorio infantil andaluz lo completa un corpus de canciones líricas directamente herederas de la floreciente poesía popular del Siglo de Oro y que, como las retahílas, son hoy patrimonio de toda la comunidad hispánica.

No quisiera que, de este vuelo rasante y apresurado por la tradición oral de Andalucía, pudiera extraerse la certeza de que la diversidad del sur y sus vinculaciones con otras comarcas folklóricas hacen negar tajantemente la existencia de un folklore netamente andaluz. En mi opinión, no existe tal, es decir, no existen objetos tradicionales (sea texto, danza o indumentaria) nacidos y desarrollados por obra y gracia de un modo de ser intransferible que se restringe al espacio geográfico del sur peninsular. Pero al mismo tiempo es cierto que determinados productos tradicionales, en su aclimatación al sistema etnográfico andaluz, muestran una diferencialidad en la que se reconoce una homogeneidad cultural, a pesar de la diversidad palpable que siempre cabrá dentro de ella. En el terreno de la literatura oral, el romancero se muestra como el mejor campo para ilustrarlo.

Como saben, los primeros romances nacieron en las últimas centurias de la Edad Media y luego, en el Siglo de Oro, gracias a la creación de un tropel de poetas neopopularistas, alcanzaron a constituir el corpus de baladas tradicionales más copioso del mundo. Los judíos expulsados de España en 1492 llevaron consigo este patrimonio poético-musical que aún hoy, en cada comunidad sefardí de la diáspora, se conserva. Asimismo, el romancero viajó a América con los primeros viajeros del siglo XVI y siguió viajando en la memoria y en la voz de todos cuantos por devoción u obligación cruzaron el Atlántico. La recolección sistemática de romances comenzó en el siglo XIX y, a lo largo del XX, fue alcanzando un nivel todo lo exhaustivo que la materia permite, hasta el punto de que, actualmente, puede decirse que es el repertorio tradicional más intensa y extensamente estudiado, lo que lo convierte en el punto de partida más adecuado para la diferenciación de comarcas folklóricas dentro del mundo hispánico.

Los romances más antiguos desempeñaban una función esencialmente noticiera: eran el canal por el que, a falta de otros medios de comunicación, llegaban a todos los rincones las hazañas y peripecias de los héroes de entonces. En este contexto, Andalucía y la larga contienda mantenida en la zona fronteriza de la Reconquista, fue continua fuente de inspiración para los poetas. Los romances fronterizos, sin embargo, pese a haber nacido merced a los avatares históricos del Sur, no se han mantenido aquí. De la memoria del colectivo humano meridional, por tanto, se ha borrado desde hace mucho tiempo, y de forma paradójica, una de sus referencias culturales más importantes: la convivencia y la lucha con el árabe, que sí se ha mantenido muy viva, sin embargo, en el romancero que se canta en la mitad norte de la Península, en el de los sefardíes del Mediterráneo o en el de algunos enclaves de las Islas Canarias.

El repertorio romancístico andaluz, entonces, centra su interés en los llamados romances novelescos. Se trata de relatos poéticos que abordan, sobre todo, conflictos amorosos y familiares, y que procuran dar a los mismos una dimensión universal, sin particularizaciones, buscando con ello una primordial función de ejemplaridad. De este modo, se cantan aquí romances de adulterio, de incesto, de amores desdichados, de mujeres de fidelidad inquebrantable y de mujeres de crueldad desmesurada, de crímenes en el seno de la familia, y de milagrosos reencuentros amorosos y familiares. El repertorio temático del romancero andaluz no dista en nada del de otras zonas hispánicas, por lo que no podemos encontrar en este aspecto el carácter diferencial del Sur.

Sí es peculiar Andalucía en otro sentido: en la forma de cantar los romances. En realidad, tal diferencia delimita una comarca folklórica que comprendería todo el suroeste peninsular. En toda esa zona, la pujanza que la canción lírica ha mantenido durante siglos y (qué duda cabe) la preeminencia del flamenco en las prácticas tradicionales ha operado sobre el romancero alejándolo de su primordial carácter narrativo. Las fronteras entre el extenso relato circunstanciado propio del romance y la brevedad y el tono exclamativo propio de la lírica son aquí más difusas que en cualquier otro rincón del mundo hispánico. Sirvan como ejemplo las dos versiones de Bernal Francés.

Quisiera finalizar mi intervención proponiendo un par de reflexiones sobre el folklore sobre las que, si les parece, podemos extendernos en la mesa redonda.

La primera tiene que ver con el papel que las instituciones desarrollan con relación a la cultura tradicional de Andalucía.

En buena medida, este seminario se celebra porque en las dos últimas décadas la Administración ha tomado conciencia de la necesidad de preservar un patrimonio intangible, el de la cultura tradicional, que sobrevive a duras penas en nuestro actual sistema tecnológico y urbano. Pero esa voluntad proteccionista se cumple, en ocasiones, irresponsablemente. Me refiero a que muchas veces los centros de poder subvencionan el mantenimiento de una manifestación folclórica a cambio de venderla como souvenir, y de ahí deviene una manipulación (seguramente involuntaria), y una consecuente destrucción del objeto foklórico. Por ejemplo, en una encuesta reciente en la provincia de Córdoba, en el pueblo de Añora, pude comprobar cómo la práctica de la poesía improvisada como crítica social en las fiestas de primavera se había desvanecido en los últimos años bajo la subvención y la protección del Ayuntamiento de la localidad. Algo similar está ocurriendo en nuestra propia ciudad. En Cádiz, en los últimos años, se han alentado manifestaciones folklóricas ya desfuncionalizadas aquí, o que simplemente nunca existieron, tal es el caso de las cruces de mayo o de la quema de los “juanillos” en la noche de San Juan. La celebración de tales eventos no tiene aquí y ahora el sentido ritual que (valga la redundancia) les otorga sentido y los hace necesarios para el transcurrir vital de la comunidad humana. Son, ante todo, postales típicas y vacías de contenido que ofrecen una imagen ilusoria de algo que no existe.

La segunda reflexión tiene que ver con nuestra propia percepción del folklore.

Los especialistas en flamenco (que se cuidan muy bien de poner distancias entre el flamenco y lo folklórico) exigen continuamente respeto escrupuloso (y lo obtienen) para esta parcela de la tradición. En este sentido, cualquier mirada seria rechaza de pleno el barniz pop que la industria de la música utiliza para vender ciertos productos considerados aflamencados. Lo mismo ocurre con el patrimonio monumental, por ejemplo. Imagínense: ¿Cómo sería recibido que a una iglesia románica se la adornara con molduras de escayola para hacerla más vistosa a ojos del visitante? O aquí, en Cádiz, ¿quién permitiría que los centenarios arcos que dan entrada al histórico Barrio del Pópulo fueran barnizados con colores estridentes para hacer más pintoresca la visita turística?

Ninguno de estos escrúpulos nos asaltan en el caso del folklore. Yo no sé cuál debe ser exactamente nuestra actitud, pero sí les invito a que reflexionen sobre la que hasta ahora hemos mantenido y, al menos, nos preguntemos cuál es nuestra responsabilidad con respecto a la cultura tradicional en estos complejos momentos.





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