jueves, enero 06, 2011

Poética Rufo

POÉTICA RUFO
PRÓLOGO
A LA TRILOGÍA DE NOVELAS DE ANTONIO GÓMEZ RUFO
EL MANANTIAL DE LOS SILENCIOS
(Murcia, Alfaqueque Ediciones, 2010)



Un creador es un clásico cuando la observación de su obra, o de parte de ella, deviene en la comprensión de un sistema, de un mapa físico, político y cultural en el que –como en los atlas escolares- alcanzamos a apreciar de un solo golpe de vista la necesaria vecindad entre éste y aquél país, la coherencia del curso de ese río que atraviesa ora tierras heladas ora cálidas, o el sentido histórico de ese puñado de joyas arqueológicas agrupadas en un valle en apariencia insignificante. Una creación literaria se explica a sí misma cuando es clásica, cuando, por lo tanto, no requiere interpretaciones ni búsquedas de significados crípticos, ni da pie a malentendidos, sino que son ellos –los textos- los que explican al lector, los que lo interpretan, los que trazan el atlas humano de sus secretos y contradicciones, haciéndole el gran favor de comprenderse. Ante un corpus literario clásico, sobran averiguaciones y porfías: el lector atento sólo tiene la misión de contemplarlo y, si –como es el caso- se le ha hecho el encargo de prologarlo, no debe más que atenerse a la descripción de ese sistema, de ese mapa, de esa poética.
Las lágrimas de Henan, El alma de los peces y Adiós a los hombres componen un sistema literario de una pieza, rico en sus entrañas, y del todo comprensible en su ser como trilogía. Hablan de un solo motivo e identifican así a un solo hombre, su creador, pero cada palabra de cada novela es imprescindible para entender a las demás, como cada accidente geográfico o cada frontera son imprescindibles para comprender la silueta de un país. Este prólogo procura dibujar esa poética.

De géneros

Como si las vanguardias –y antes Cervantes, y antes Homero- no nos hubiesen dejado claro que la cuestión de los géneros no es asunto del escritor, sino del lector desorientado o del filólogo obsesivo, periodistas y críticos abordan una y otra vez a Gómez Rufo con la pregunta sobre el género en el que escribe: ¿es una novela política?, ¿es una novela de amor?, ¿por qué mezclar novela histórica con thriller?, ¿qué le aporta la ciencia ficción a esta novela intimista?, etc. La respuesta del escritor suele tener que ver con su preferencia por la pluralidad discursiva y con su convicción de que las interferencias genéricas son sencillamente necesarias en la persecución de esa narración total que quiere ser toda novela. Los textos, sin embargo, dicen más que el autor y muestran un primer sistema, un esencial código poético, en esta cuestión de los géneros.
Siendo Gómez Rufo esencialmente un narrador, e imprescindiblemente y a la vez un ensayista, la urdimbre entre ficción y pensamiento que sostiene sus narraciones resulta obvia. Pero hay más. Siendo un ser culturalmente apegado al cine y un escritor obsesionado por la soledad, aquél y ésta modulan respectivamente lo que de cinematográfico y de poético hay en sus novelas. Y cada uno de los ingredientes se da, en esta trilogía, por escrupuloso orden de madurez.
La fascinación por el relato visual, por la pantalla, resuelta en la persona del autor en su amor por Berlanga y en su participación en guiones fílmicos, se resuelve contundentemente en Las lágrimas de Henan. La primera pieza de la trilogía se corresponde así con la primera pasión artística de Gómez Rufo, el cine, el más culpable –sospecho- de su temprana deserción del más sensato oficio jurídico. Las lágrimas de Henan rezuma cine: en su génesis, en su recorrido y en su misma naturaleza; resulta imposible leerla sin verla.
Nace la novela de una crónica periodística, referida a los sucesos acaecidos en un pueblo de la provincia china de Henan en 1994, y son esos sucesos los que desencadenan la ficción y los que imponen el desenlace. Y son los mismos sucesos los que dan vida a la primera página, que instaura el flash-back imaginario en un intenso momento de evocación que tiene que ver con la mansión de Manderley reducida a cenizas desde la que la Sra. Winter evoca su pesadilla, o con la novela más cinematográfica de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. La novela de Gómez Rufo se salta la convención del respeto al orden cronológico y plantea la fábula in extrema res, como la mejor de las películas, poniendo al lector -espectador y expectante desde ese momento- en la tesitura de tener que conocer irresistiblemente qué vicisitudes han llevado hasta el grito espeluznante de esa mujer que recorre enloquecida las calles de Yanshi.
En su recorrido, Las lágrimas de Henan vuelve a ser cine a cada momento. Son indicios de ello algunas imágenes imprescindibles, como la del cuchillo y la soga de cuerda de cinco trenzas que cuelgan de la pared de la cocina desde la primera escena, y que cumplen al milímetro esa máxima de Chejov tan lógicamente aplicada al lenguaje visual por Hitchcock: si en el primer acto un fusil esta colgado en el muro, es necesario que se dispare al final de la obra. O la del horizonte contemplado por Wong Feng cada tarde desde la puerta de su casa, cuyos perfiles descifran “los significados eternos de la serenidad” y permiten, como un estribillo, la transición de cada primer plano al siguiente. O la de algunos personajes decisivos a los que, antes que describir en su interior, el narrador prefiere reiterar en su epíteto (Jade Wei, la adolescente, el rico señor Tseng, que tenía un buen coche), obteniendo así un efecto de psicología exteriorizada, de espesura física, del todo teatral. Y la novela es cine, en fin, porque tiene banda sonora, la de una única canción, compuesta con los versos que el padre ausente de Wong Feng le ha dejado en su memoria: “No te lamentes si no está enfermo / Las mujeres, o te comprometen o te arruinan”.
Cuatro años después de publicar Las lágrimas de Henan, El alma de los peces delata la necesidad de intimidad del novelista, la necesidad de explicarse: Gómez Rufo emprende con ella un viaje interior en el que se ayuda del paisaje helado de Weisberg para eliminar la escenografía, hacer desaparecer cualquier impedimenta teatral que distraiga de la contemplación del alma de Bruno Weiss, y edificar un poema. Las más certeras e intuitivas observaciones de la crítica sobre El alma de los peces reiteran su código esencial, el poético: han hablado algunos de su concisión, de su “alto pulso literario” (Carmen Martín Gaite), de su “lenguaje rítmico” (Antonio Gala), de su “romántica perfección” (Simona Mircheva), y todos han coincidido en que a la obra no le sobra ni un solo párrafo. Porque no los tiene, habría que aclarar. Se trata de una pieza intensamente lírica, hecha exclusivamente con la materia prima del alma, y el alma, a diferencia del pensamiento, no puede narrar, sólo sentir y, a lo sumo, jugar a ciertos sinsentidos, como el de las combinaciones numéricas que llenan el tiempo y la vida de Bruno Weiss.
El alma de los peces está hecha de jirones del alma. A mi modo de ver es la más autobiográfica, por ser la más lírica, y porque su lirismo evidencia las obsesiones vitales de la trilogía: lo inevitable de la soledad, el precio deshumanizado de la libertad y la necesidad de la muerte para vivir. Teniendo su propia madurez, la novela es un estado adolescente del mundo adulto que presagia, el de Adiós a los hombres. Y Bruno Weiss, más temerario que su futuro –Juan-, aún no desengañado de la imposibilidad de trazar la propia vida, se erige en el Pez-Dios que devora cuantas entrañas le ovillan la línea recta. Weiss, aún, no es cobarde.
Siendo la poesía patrimonio de la adolescencia, el lirismo de la novela es del todo coherente con su pulso vital, con su naturaleza misma. La reflexión de Weiss y de sus contemporáneos se resuelve en versos intensísimos y, en cualquier caso, en soluciones carnales de los conflictos emocionales. Aquí comienza el amor a jugar su papel decisivo, y a comulgar con la soledad inevitable que conlleva, y aquí comienza el sexo a anunciar su condición de petit mort, a la que naturalmente el hombre adulto –Juan- renunciará despavorido.
Es imposible leer El alma de los peces sin recitarla. E imposible resulta leer Adiós a los hombres sin pensarla. Con la última narración de la trilogía, el novelista orilla el ensayo. De hecho, Adiós a los hombres es interlocutora de El hombre asustado (Un viaje a la utopía de la revolución cultural), publicado por Gómez Rufo en 2000, un texto que en buena medida explica y ordena el mundo que Juan, el protagonista de Adiós a los hombres, acaba resignándose a no entender.
La naturaleza ensayística de la novela resulta indudable para la crítica, que unánimemente ha orientado su lectura a explicar la tesis subyacente al relato, coincidiendo en señalar en él rasgos emblemáticos de la prosa didáctica: “un estudio novelado sobre el comportamiento masculino y femenino en la nueva disyuntiva planteada por los acontecimientos sucedidos a lo largo de las últimas décadas del siglo XX” (Víctor Claudín); “una pura metáfora de una sociedad gris, egocéntrica y descarnada” (Antonio Ubero); “un relato directo, seco, contundente, bien escrito...” (Javier Goñi).
De entre todas las opiniones al respecto, me resulta especialmente interesante la de Gómez Yebra, quien arranca sus observaciones proponiendo la etiqueta de femina hominis lupus para un relato que, a su juicio, plantea esencialmente cómo “la mujer abusa del hombre”, cómo “la mujer del siglo XXI ha encontrado las debilidades del hombre y utiliza ese conocimiento para hacer de él y con él lo que le place, para convertirlo en un juguete entre sus manos”. La tesis de Gómez Yebra, además, encuentra un magnífico desarrollo en la interpretación simbólica de la onomástica de las tres mujeres que rodean a Juan: Claudia, Laura y Consuelo, quienes con sus acciones certifican respectivamente la indefensión, el miedo y la soledad del protagonista. Indudablemente, Juan es un emblema de la “masculinidad quebrada”, de ese antihéroe que en la literatura y en el cine se puede atisbar desde mediados del siglo XX, cuando la feminidad hegemónica comienza a desestructurar los pilares básicos del sistema patriarcal. Como todos esos hombres, Juan es un ser esencialmente despojado de las funciones imprescindibles en las que se ha educado su género, a saber: la provisión material del hogar y la provisión sexual de la pareja. Usurpadas tales funciones por mujeres activas, incorporadas a la vida pública y con iniciativa sexual, los hombres como Juan doblan la esquina del siglo XXI con una profunda desorientación de cuál es su papel en el amor, en la familia y en la sociedad, mientras que las mujeres pueden proponerse día a día nuevas conquistas pendientes.
Sin embargo –y a la luz fundamental de El hombre asustado y de buena parte de la obra periodística de Gómez Rufo- opino que la tesis de Adiós a los hombres va más allá de ese planteamiento unilateral de las relaciones hombre-mujer, y que la novela no sólo descansa en la idea de la masculinidad indefensa ante la feminidad hegemónica, sino en una más amplia certeza de soledad: soledad e incomunicación entre hombres y mujeres, e incapacidad de unos y otras para la interlocución.
Es cierto que la tragedia de Juan, ahogada en el insuperable silencio, tiene dimensiones gigantescas que se pronuncian sobre el apocalipsis humano vivido por el individuo moderno y explicado en El hombre asustado. Pero no lo es menos que los dramas de Claudia, Laura y Consuelo –pilar complementario de la novela- delatan la batalla perdida por el feminismo del siglo XX: la del amor. Que Claudia no sea capaz de vivir el sexo con su pareja tras comprobar su esterilidad, que Laura no sea capaz de comunicarse con su amante a través de la poesía, o que Consuelo no sea capaz de despertar en un hombre otra cosa que la necesidad de protección, son evidentes fracasos, muestras de que la independencia de hombres y mujeres no ha sabido, en nuestra historia, identificarse nada más que con la más amarga de las soledades.
Adiós a los hombres cumple de ese modo con un principio narrativo básico expresado por Gómez Rufo: “Toda novela tiene que tener una ideología que ayude a los contemporáneos a poner las cosas en su sitio”. Evidencia tal principio por su trenzado de relato y pensamiento y, en una síntesis redonda de Las lágrimas de Henan y El alma de los peces, incorpora el verso como una nota musical que hace de bálsamo y la imagen de Bacon (Painting 1946) como el escenario maldito de la desolación.

De utopías

Ese principio narrativo al que acabo de aludir, el del soporte ideológico, es el segundo núcleo de coherencia de la trilogía, el otro pilar de la Poética Rufo que aquí se intenta describir. Según tal principio, cada novela se comporta como una metáfora o, más bien, como una parábola del lugar del hombre en el mundo y, vistas en conjunto, las tres novelas se suceden como un proceso que incluso no culminaría en la última página de Adiós a los hombres, sino en el planteamiento general de La noche del tamarindo (2008).
Más que una ideología, mucho más que un pensamiento político, la investigación y la propuesta de Gómez Rufo deben interpretarse como una ética, y como una ética revolucionaria por lo que de utopía conlleva. Otra vez El hombre asustado ofrece algunas claves al respecto; en concreto, el capítulo que el autor del ensayo titula El culto a la utopía se abre con esta cita de Tierno Galván: “Si no pensamos por delante, si no avanzamos, vamos a caer en la necedad de pensar que las ideas superiores no sirven en momentos de crisis”. Obediente a ella, el autor construye universos en crisis y coloca a sus protagonistas en el conflicto esencial de resolver sus vidas en el enfrentamiento de su intramundo (el sueño, el deseo) con el extramundo (la realidad). Sin tener que salvar distancias –todo lo contrario- el eje ético de las novelas es del todo cervantino, y reproduce milimétricamente la parábola más conmovedora de cuantas en nuestra literatura han intentado narrar la lucha de intereses entre la realidad y el deseo: la del hidalgo pobre Alonso Quijano y su construcción utópica de Don Quijote como arma para hacer frente al mundo de lo falso, lo mezquino y lo alienante.
En Las lágrimas de Henan la utopía es primordial, aún básica, hasta el punto de que el deseo está bifurcado en dos personajes: Wong Feng y Sun Xao. El primero sólo es un proyecto de héroe, lleva la contrautopía, la convicción de que es imposible alterar “el Mundo de la Gran Mentira” (el maoísmo), en las entrañas; el segundo es el constructo utópico que no admite renuncias ni aprueba la desolación, el que avisa a Feng de la posibilidad de rebelarse, su conciencia más recóndita en cierto modo y, en cualquier caso, su única arma contra el poder, independientemente de que éste triunfe o no sobre los oprimidos. Feng y Xao son así un solo hombre, y sus vidas una sola metáfora de una de las ideas esenciales de El hombre asustado: “En todos esos campos no queda lugar para el ser humano considerado individualmente (...) Y ese desdén hacia el ser humano conduce a la soledad; y la soledad al miedo; y el miedo a una sociedad atemorizada que desconoce su futuro porque sólo parece importar el de los grandes nombres del nuevo poder. Ya decía Tierno Galván que el poder impregna de indiferencia todo lo que no es poder”.
El alma de Bruno Weiss, sin embargo, no está escindida; siente como el alma de una sola conciencia que, asfixiada por el yugo del sistema moral que se le trata de imponer, busca una única utopía en su propio proyecto de mundo. No obstante, la propuesta de Weiss se identifica con un estado adolescente de la conciencia y por ello sitúa el eje del deseo en la ficción. El hombre de El alma de los peces (ya del todo quijotesco) edifica desde una acción puramente volitiva el universo que quiere habitar y para ello pone en marcha febril sus capacidades intelectuales: construyendo una teoría de las probabilidades numéricas y renunciando así a la suerte; haciéndose a sí mismo a semejanza del Pez-Dios y renunciando así al mito de la Creación; o sometiendo las relaciones con las mujeres a un sistema de conveniencias y renunciando así al amor. De manera estremecedora, la conciencia de Weiss toma la palabra de vez en cuando para expresar esa voluntad inapelable:
“- Tienes esposo. ¿Qué más puedes desear?
- Deseo un marido.
- Tienes casa y comida.
- Quiero un hombre.
- En la chimenea hay leños.
- Pero yo necesito amor.
- Ve a tu cuarto y llora. Te sentará bien”
La lluvia persistente en el exterior del apartamento en el que Juan se encuentra con Laura –como la lluvia de Blade Runner- certifica desde la primera página de Adiós a los hombres la imposibilidad de la utopía. Igual también que el filme mítico de Ridley Scott, la narración transcurre en una versión distópica de una ciudad (¿Madrid?) en vías de la deshumanización absoluta, y su protagonista avanza en una desolación de los afectos queriendo ser replicante, hombre sin memoria, sin empatías y sin desdichadas e inútiles respuestas emocionales.
Juan (de onomástica metafórica: Juan sin Tierra, Juan Miseria, Juan sin Miedo, Juan Nadie..., es decir, todos los hombres, cualquier hombre) es el estado adulto de los proyectos revolucionarios de Feng y Xao, y el fracaso de la construcción utópica de Weiss. La posibilidad de acción de los hombres de Yanshi tiene en Juan el olor del agua estancada de un lago que en la infancia fue escenario luminoso de juegos; la febril actividad mental de Weiss, su capacidad de ficción, tiene en Juan el sopor de la contemplación desesperada del hombre sin cabeza del cuadro de Bacon. Este Juan Nada representa la despedida del ser humano, al que la novela dice adiós, no sin antes permitir que una utopía olvidada en el siglo XX, la del amor, avise levemente de su capacidad para redimirnos.







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